Los girasoles ciegos

Debo confesar que el gran problema que tengo con “La primera derrota” de Los girasoles ciegos (2004) es la tesis que intuyo trata de demostrar con la historia del capitán Alegría, aquella que creo que puede resumirse en el fragmento siguiente: “cada muerto de esa guerra, fuera del bando que fuera, había servido sólo para glorificar al que mataba”. En algún punto, lo sé, no está muy lejos de la idea de Jon que más o menos vendría a afirmar que hay cierta dosis de victoria simbólica en la derrota republicana y de derrota en la victoria fascista. Si bien creo que hay algo de veraz en esa lectura, no me termina de convencer la idea de que todos fueron derrotados por igual, de que todos pierden en esta guerra. Tal vez por eso creo que “La segunda derrota”, en cambio, fue el texto que más me conmocionó, que más me llegó, de todos los que hemos leído durante el curso. Me pareció admirable cómo el falso manuscrito logra captar el tono y la atmósfera de la brutalidad de esa posguerra a través de una trama escalofriante. El desamparo en el que se ven inmersos el viudo Eulalio y Rafael, su bebé recién nacido medio huérfano, luchando por una supervivencia clandestina condenada al fracaso, me resultó impactante y nítido. Me sorprendió el grado de lirismo del texto, que me pareció coquetear con la prosa poética (como el pasaje en el que Eulalio menciona cómo ha “vuelto a revivir el olor de la sangre, he vuelto a oír el ruido de la muerte” tras matar un lobo), sin opacar por ello un cariz eminentemente narrativo que de a momentos me recuerda el de un diario íntimo.

Me parece que en cierta forma ambos relatos trabajan con un término acuñado por el sociólogo austríaco Michael Pollak, denominado “memoria subterránea“, que podríamos definir sucintamente como la contramemoria del metarrelato oficial y dominante que reproducen habitualmente los estados. El militar inverosímil que cambia de bando sobre la hora y el manuscrito encontrado junto a unos cadáveres recuperan esa historia no escrita. Para el momento histórico en el que escribe Méndez (a más de 25 años de la consolidación de la democracia liberal española), como señala Julian Coman en el artículo del Guardian que compartió Jon, después de Soldados de Salamina (2001), la narrativa peninsular del siglo XXI ha venido produciendo un intento sistemático de reconstrucción precisamente de esta memoria subterránea, de la cual Los girasoles ciegos participa de forma evidente

Un intento subyugado durante más de medio siglo por el silencio franquista, la transición y los primeros tiempos democráticos. A esto creo que alude el epígrafe de Carlos Piera, cuando afirma que “en España no se ha cumplido con el duelo, que es, entre otras cosas, el reconocimiento público de que algo es trágico y, sobre todo, de que es irreparable”. Tanto en este epígrafe como en la muerte de la familia retratada en “La segunda derrota” hay un bando vencedor muy claro, que no es otro que el que ostentó el poder durante décadas, después de sojuzgar a los vencidos con fusilamientos en masa o conminándolos al exilio forzoso durante décadas, seguidos de desapariciones sistemáticas y la imposición de una manera de organizar a la sociedad muy determinada. Es cierto: su memoria oficial no perduró del todo con el tiempo. Síntoma de ello, podríamos concluir, es la notoria abundancia de literatura escrita por los vencidos. Pero en el medio, los que enarbolaron esa memoria oficial causaron demasiadas víctimas que como dice Piera nunca fueron reconocidas públicamente; provocaron demasiados estragos materiales y atrasos históricos, secuelas aún vigentes en la España actual, que me cuestan mucho diluir en una victoria simbólica y cultural.

For Whom the Bell Tolls

Huérfana España,
raíces y cimientos,
epidemias, cicatrices,
blasfemias y sacramentos,
¿por quién doblan las campanas?
San Fermín en vena,
la de Triana
contra la Macarena.

Releyendo a John Donne, me parece interesante rescatar algo que mencionó Jon ayer en clase. La idea de que el epígrafe que encabeza For Whom the Bell Tolls es una forma de justificación sofisticada que responde a la pregunta: «¿qué vine a hacer yo acá?». Esta guerra no le atañe de forma directa a Robert Jordan. Esta no es su guerra. Al menos no lo es de la misma forma en que lo era para los milicianos europeos —por mucho que le pesara a Cela, como nos hace saber en su epígrafe—. Orwell y Malraux tenían una razón si se quiere al menos egoísta para involucrarse en aquella guerra ajena: el peligro inminente del fascismo (cuya proximidad geográfica amenazaba con propagarse más allá de las fronteras naturales de la Península Ibérica, acechando la estabilidad proverbial de la campiña inglesa o de la tercera república francesa, la más extensa de la historia hasta la fecha) los eximía de justificarse. Hemingway, de quien Jordan es un trasunto más o menos evidente, un norteamericano que a primera vista ni pincha ni corta en el conflicto, recurre con Donne al tópico latino de que nada de lo humano nos es ajeno para explicarse y explicarnos por qué abandonó el tranquilo Midwest norteamericano para venir a meterse en este berenjenal. Si hay inocentes muriendo en alguna parte del mundo, parece decirnos, no puedo quedarme sin hacer nada con los brazos cruzados.

Pero como comentábamos en clase, Hemingway, a diferencia de Donne, sí se pregunta por quién doblan las campanas. Sí hace distinciones. Parafraseando a Orwell, podríamos decir que para esta novela nada de lo humano nos es ajeno pero algunos humanos nos son menos ajenos que otros. En este sentido, tal vez uno de los componentes que más me gustó de la novela es que habla desde el bando republicano sin por ello convertirse en una hagiografía de los vencidos, vicio en el que suelen incurrir muchos textos sobre la Guerra Civil española. Los republicanos de Hemingway, diametralmente opuestos a los de Sender, no son mártires cándidos. Pablo, a diferencia de Paco del Molino, es retratado desde la violencia, la brutalidad y la crueldad, particularmente en el capítulo 10 que narra la matanza liderada por él contra los fascistas del pueblo. Se nos dice que mató más gente que el cólera, el tifus y la peste negra juntos. El bueno de Paco del Molino, en cambio, es ejecutado sin haber matado nunca a nadie. Esto, como decía, es tal vez lo que más me gustó de la novela: estos republicanos no son santos, son humanos con agencia.

Por último, también querría destacar otra idea que mencionaba Jon ayer en clase: la de una traducción sin un original. Me hizo pensar en otra novela que aspiraba al mismo universalismo que observamos en Hemingway: la de Miguel de Cervantes, que presentó su Quijote como una traducción castellana de la prosa árabe de un historiador musulmán ficticio, Cide Hamete Benengeli. Hemingway, en este sentido, lleva este tópico de la falsa traducción a su raíz más drástica, modulando el lenguaje con los giros literales que enumeramos en clase, a mi entender, con el objetivo de desfamiliarizar la lectura para recordarnos todo el tiempo que no estamos a salvo en casa ni en otra novela sobre una guerra de un país remoto y exótico. Mañana cuando conversemos sobre la parte final de la novela me gustaría preguntarles si creen que su estrategia funciona.

Homage to Catalonia

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Fundada con motivo del sesenta aniversario de la Guerra Civil en 1996, la Plaça George Orwell, ubicada en el corazón del Barrio Gótico del centro de Barcelona, fue la primera plaza catalana en disponer de cámaras de videovigilancia desde el año 2001, (un homenaje un tanto irónico al creador del «Gran Hermano»).

Debo confesar que Homage to Catalonia rompió con varias de mis expectativas. En primer lugar, porque Orwell fue el primer escritor que empecé a leer en inglés cuando tenía quince años y yo sentía, por eso, que lo conocía bien. En este sentido, mi horizonte de expectativas estaba muy condicionado por dos recuerdos: mi lectura adolescente de Animal Farm y 1984 (que juzgué entonces como novelas profundamente políticas, o debería más bien decir ideologizadas) y la insistente recomendación de parte de varios amigos y profesores catalanes, para quien Orwell es prácticamente un prócer nacional.

Mi lectura postergada de este libro chocó de frente con estos recuerdos al leer una de las frases que inaugura el extenso capítulo V: «At the beginning I had ignored the political side of the war». ¿Cómo? ¿Orwell, el gran novelista y periodista comprometido de la primera mitad del siglo XX, se había ido hasta España para poner su vida en riesgo sin tener la menor idea de qué estaba pasando a nivel político? ¿Entonces resulta que hay otro lado de la guerra que no es político?

Desde la semana pasada cuando leímos L’Espoir, me quedé pensando mucho en la noción de afecto que Jon mencionó como explicación posible a por qué los milicianos extranjeros registrados por Malraux en su novela exponían sus cuerpos para ir a pelear a una guerra que a simple vista parecía serles ajena. Me quedé cuestionando mi previsible interpretación de que esa decisión sistemática de miles de personas se debía exclusivamente a ideales, a principios ideológicos. Creo que todo el capítulo V de Homage to Catalonia (hablo de aquel que comentábamos que algunos editores decidieron publicarlo en forma de apéndice por su notorio cambio de registro) puede leerse a partir de este concepto filosófico y me quedé con la impresión de que me gustaría ampliar esta lectura tal vez para el trabajo final.

Otro de los elementos que me llamaron la atención del libro fue la combinación de géneros que mencionamos a principios de la última clase. Me pareció interesante sobre todo teniendo en cuenta que Orwell presenta también una multitud de personajes pero a diferencia de Cela o de Malraux lo hace desde una voz narrativa más dominante, que no abunda tanto en cambios de voz abruptos ni en diálogos introducidos por un narrador que parece mantenerse al margen. La polifonía en Homage to Catalonia, entonces, estaría no sólo en los personajes sino en las múltiples elecciones formales: una suerte de mezcla entre proto-Non-Fiction Novel y periodismo gonzo (unas décadas antes de que ambos géneros se institucionalizaran, por cierto) yuxtapuesta con la crónica literaria y la novela histórica. Esta multiplicidad de géneros, para mí, no hace otra cosa que evidenciar las grandísimas dificultades que implica abordar desde la literatura un evento histórico sin la ventaja que ostenta el discurso historiográfico: narrar la Historia cuando ya se ha escrito sobre ella.

L’espoir

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El desaparecido Hotel Colón de Plaça Catalunya, en el centro de Barcelona (convertido hoy en un Apple Store), donde transcurren las primeras páginas de l’Espoir, acá retratado durante los últimos años de la República, antes de ser tomado por los falangistas. Más fotos acá.

Uno de los elementos que más me llamó la atención del L’espoir (1937) fue la fascinación del narrador por la tecnología bélica. Por un lado, me hizo pensar en el potencial destructor de la tecnología, me recordó las ideas que enarbolaron Adorno y Horkheimer al pensar Auschwitz en Dialéctica de la ilustración. Aquellas que nos hablan sobre cómo la producción sistemática de muerte a escala industrial, por parte del nacional socialismo alemán durante la primera mitad de los cuarenta, más que una muestra de barbarie irracional es la culminación lógica del proyecto racional ilustrado y el triunfo de una dimensión particular de la razón: la instrumental. Aquella que emplea la capacidad racional del hombre para controlarse y dominarse en lugar de emanciparse a sí mismo, utilizándolo como un medio más que como un fin en sí, fundamentalmente, a través de la implementación de rigurosas herramientas técnicas, fruto de la evolución científica. En este sentido, las batallas representadas en L’espoir del verano español de 1936 pertenecen ya a ese mundo. Esta fascinación del narrador (que es tecnófila y tecnófoba al mismo tiempo) agota todas las posibilidades, como podemos observar en las múltiples elecciones léxicas que escoge para enumerar un sinfín de armas: metralletas, arietes, subfusiles, mosquetes, escopetas, carabinas, dinamitas, aviones bombarderos de combate, algunos de ellos elementos inéditos, nunca utilizados en guerras anteriores, desfilan por las páginas de la novela a la par que los múltiples personajes, dándonos una idea de paralelismo entre la técnica y hombres atrofiados, que terminan mecanizándose y convirtiéndose en un arma más.

No en vano, por otra parte, comienza el narrador la novela poniendo en el centro de la escena un artefacto técnico: la centralita telefónica, una herramienta que mediatiza la relación de milicianos y rebeldes, al mismo tiempo que despliega Madrid hacia el resto de la Península. El teléfono, dicen Horkheimer y Adorno, es el último estadio en el desarrollo técnico en el que la tecnología aún no uniformaba ni paralizaba al sujeto. El teléfono, «dejaba aún jugar al participante el papel de sujeto. La radio, democrática, convierte a todos en oyentes para entregarlos autoritariamente a los programas, entre sí iguales, de las diversas emisoras». Este atributo de los avances tecnológicos para conferir paulatinamente cada vez más pasividad a los sujetos, homogeneizándolos, puede palparse también en la dependencia por las armas que experimentan los milicianos republicanos en la novela: es la asimetría en relación al desarrollo técnico que ostenta cada uno de los dos bandos, en otras palabras, es la capacidad de poseer tecnología lo que parece condicionar el devenir del conflicto, una idea que reside en las palabras de García y Vargas, cuando discuten con Monsieur Magnin: «Los zaristas no tenían tanques ni aviones; los revolucionarios usaban barricadas. ¿Cuál era la idea detrás de estas barricadas? Resistir al Calvario Imperial […] Hoy España está repleta de barricadas para resistir a los aviones de combate de Franco».

Por otro lado, el imaginario relativo a la tecnología bélica no participa solamente de la estrategia descriptiva que sigue el narrador para brindarnos una atmósfera vívida de los primeros días de la Guerra Civil; también es utilizada como símil en distintas ocasiones. «La esperanza», según la define el americano Slade, «es la fuerza impulsora de la revolución»; el coraje «algo que debe mantenerse como los rifles»; la pipa de García es apuntada «como un revolver» cada vez que realiza una afirmación. La técnica invade y contamina al lenguaje como una forma, tal y como quiere Beatriz Sarlo, de estructurar la imaginación.

San Camilo, 1936

Al leer San Camilo, 1936 me resultó inevitable pensar en dos categorías que unos años antes que comenzara la Guerra Civil española acuñó Mijaíl Bajtín para explicar a dos grandes autores canónicos de la literatura occidental: Fiódor Dostoeivski y François Rabelais. Hablo, respectivamente, de lo «polifónico» y lo «carnavalesco».

Por un lado, en relación a la polifonía, me resultó interesante que la misma, una multiplicidad de voces heterogéneas y contradictorias, se acumulen en la voz de un único narrador que a su vez empieza hablándose a sí mismo a través de formas impersonales de la tercera persona para terminar narrando toda la novela, mayormente, en la segunda persona del singular. Ante la forma decimonónica de la novela polifónica, en la que esta multitud de perspectivas se encarnaba o bien en la voz de distintos narradores o bien desde un narrador omnisciente en tercera persona; Cela propone desde una poética modernista, después de Joyce, de Woolf y Faulkner, sin puntos y aparte ni muchas comas, una nueva desautomatización del realismo literario español, en la que el sujeto que narra, como quería Walt Whitman, contiene multitudes dentro de sí mismo. La diferencia, en relación al narrador omnisciente, radica en la fiabilidad: el narciso de 20 años que se mira al espejo nos cuenta historias bajo el lente de su historia, dejándonos bajo una sensación constante no sólo de confusión sino también de sospecha.

También me llamó mucho la atención el uso de epítetos como el de la prostituta y amante Magdalena, Imaculada Múgica, un cuerpo que «huele a rancio», uno de las tantas manifestaciones de letimotivs fugas musicales que aparecen en la novela. Creo que estas estructuras, al igual que los epígrafes, la escenificación del narrador hablándole a su reflejo especular, la omnipresencia de la sangre, son recurrentes tal vez con el fin de balancear la sensación de desorientación permanente en la que nos mantiene la narración.

Por último, me parece interesante destacar el protagonismo no sólo del sexo, de Eros, sino también de la otra gran pulsión que para Freud estructura la psique humana: la de Tánatos. La muerte sobrevuela la trama de manera oblicua, con el ¿suicidio?, ¿accidente?, ¿asesinato? de Imaculada Múgica en el metro madrileño, como anuncio de ese apocalipsis bélico inminente que para el tío Jerónimo no es un apocalipsis, sino una purga. Volviendo a Bajtín, me dio la sensación que el Madrid de los últimos días de la República se nos aparece en San Camilo, 1936 como un auténtico carnaval dionisíaco, repleto de prostitutas tísicas y jóvenes promiscuos y libidinosos. Un estado de excepción, para Bajtín, el carnaval es un paréntesis que subvierte provisoriamente las férreas jerarquías vigentes, para justificarlas cuando este llega a su fin. Es en este desfile de un sinnúmero de voces, de máscaras y disfraces en los que nadie se muestra como es deliberadamente, es en este territorio de la ambigüedad en el que se mueve el protagonista anónimo de la novela de Cela. En este sentido, con Bajtín creo que se puede leer mejor la idea de «purga de la patria» esgrimida por el tío Jerónimo en el epílogo de la novela. La Guerra Civil (pero sobre todo su desenlace) entendida como la restauración lógica del orden que tolera el carnaval; siempre y cuando este no dure todo el año.

 

 

Réquiem por un campesino español

Tras leer Réquiem por un campesino español de Sender me quedé con sensaciones contradictorias. Por un lado, me resultó interesante el modo en que el narrador construye los distintos poderes institucionales a través de sus personajes. Creo que es importante subrayar que Réquiem expone una denuncia bien articulada en torno a la sutil connivencia de la iglesia católica con los poderes fácticos que desmantelaron las conquistas sociales de la Segunda República con una contrarrevolución virulenta.

Por el otro, me dio la impresión que en la trama se evidencian las limitaciones típicas que conlleva la estrategia de la alegoría: tal vez a excepción de Mosén Millán, todos los personajes parecen símbolos vaciados de subjetividad, de singularidades: el zapatero, «librepensador a medias», alude al trotskista que «tenía que estar en contra del que mandaba, no importaba la doctrina o el color»; don Valeriano y don Gumersindo remiten a la pequeña burguesía amenazada por la inestabilidad socio-económica imperante durante el proyecto democrático más ambicioso de la historia de España hasta entonces; Paco del Molino alude al hombre común, el campesino u el proletario puro, el republicano bondadoso e incorruptible, que alcanza el poder político sólo temporalmente hasta ser fusilado por el sector social cuyos intereses buscaba transformar en aras del bien común.

En este sentido, la manera en que el poder eclesiástico es representado me hizo pensar en términos de lo que Pierre Bourdieu llama «el campo dominante-dominado»: Mosén Millán, epítome de la iglesia católica, ejerce una influencia sobre el pueblo que sin dudas podemos considerar «dominante». De forma simultánea, sin embargo, tal y como podemos observar sobre todo en el momento en que termina por delatar el paradero de Paco, Mosén Millán se encuentra «dominado» por el poder político y militar, supeditado a su vez por el poder económico. Una muestra de esta condensación puede hallarse en Don Valeriano, el terrateniente que a través de un golpe deviene en alcalde, como reacción a que sus intereses se vean amenazados por el gobierno popular de Paco.

En cambio, Mosén Millán (cuyo nombre me recordó a Millán Astray, el coronel que acuñó la célebre sentencia franquista de «Viva la muerte») me pareció una figura rica, ambigua y repleta de matices, con la que sin embargo me resultó difícil identificarme. Sin embargo, creo que sus ambivalencias morales le otorgan cierta subjetividad, cierto carácter más humano que parece escasear en el resto de los personajes que protagonizan la novela.

A nivel de la forma, me dio la sensación que no sólo la misa que planea celebrar el cura en honor a Paco sino también la misma novela funciona como un réquiem, cuyo componente musical se ve citado en el paratexto que acompaña la novela: los versos del romance que tararea el monaguillo. Así parece indicárnoslo también el tono elegíaco y nostálgico con el que Mosén Millán evoca los distintos eventos biográficos de Paco así como la estructura sintáctica recurrente con la que trabaja el narrador, que suele privilegiar el verbo antepuesto al sujeto de forma sistemática. Una estructura que tiene algo de letanía: «Recordaba el cura aquel acto», «hablaba el cura de las cosas más graves con giros campesinos», «iba Paco a menudo a la iglesia», etc. En otro nivel, me parece destacable apuntalar que las elecciones léxicas del narrador parecen perseguir cierta sobriedad, cierta austeridad, que rehuye la adjetivación de forma constante.

Por último, me parece relevante remarcar otros dos hechos de la novela. Por un lado, la mula que se instala en la iglesia me hizo pensar en el concepto del «retorno de lo reprimido» de Freud: Paco reaparece distorsionado, en forma de un animal (una mula, además, que evoca los atributos de testarudez que caracterizan al héroe republicano de la novela), pese a que había sido ejecutado un año antes, como si fuera un elemento del inconsciente que la psique no sabe gestionar y que regresa espectralmente mientras el conflicto quede irresuelto. Por otro lado, me llamó la atenció el hecho de que al réquiem de aniversario de la ejecución de Paco sólo acudan sus verdugos intelectuales. ¿Nos habla esta arista de la novela sobre el sentimiento de culpabilidad de los vencedores, que buscan expiar sus responsabilidades peleándose por pagar la misa de su víctima, como si de reservar una porción de cielo se tratase? ¿O más bien nos está enfatizando el divorcio entre la institución eclesiástica y el traicionado pueblo llano, que abandona la iglesia por haber sido incapaz de garantizarle protección?

Presentación

¡Hola a todos!

Mi nombre es Fabricio Tocco, nací hace treinta años en Buenos Aires, Argentina, pero viví también en Brasil, España y Francia. Hace ocho meses me mudé a Canadá para sumarme al programa de doctorado en Estudios Hispánicos del FHIS en UBC. Me gustan mucho las novelas policiales y me interesan la sociología y la teoría de la literatura, así como la historia del siglo XX.