El desaparecido Hotel Colón de Plaça Catalunya, en el centro de Barcelona (convertido hoy en un Apple Store), donde transcurren las primeras páginas de l’Espoir, acá retratado durante los últimos años de la República, antes de ser tomado por los falangistas. Más fotos acá.
Uno de los elementos que más me llamó la atención del L’espoir (1937) fue la fascinación del narrador por la tecnología bélica. Por un lado, me hizo pensar en el potencial destructor de la tecnología, me recordó las ideas que enarbolaron Adorno y Horkheimer al pensar Auschwitz en Dialéctica de la ilustración. Aquellas que nos hablan sobre cómo la producción sistemática de muerte a escala industrial, por parte del nacional socialismo alemán durante la primera mitad de los cuarenta, más que una muestra de barbarie irracional es la culminación lógica del proyecto racional ilustrado y el triunfo de una dimensión particular de la razón: la instrumental. Aquella que emplea la capacidad racional del hombre para controlarse y dominarse en lugar de emanciparse a sí mismo, utilizándolo como un medio más que como un fin en sí, fundamentalmente, a través de la implementación de rigurosas herramientas técnicas, fruto de la evolución científica. En este sentido, las batallas representadas en L’espoir del verano español de 1936 pertenecen ya a ese mundo. Esta fascinación del narrador (que es tecnófila y tecnófoba al mismo tiempo) agota todas las posibilidades, como podemos observar en las múltiples elecciones léxicas que escoge para enumerar un sinfín de armas: metralletas, arietes, subfusiles, mosquetes, escopetas, carabinas, dinamitas, aviones bombarderos de combate, algunos de ellos elementos inéditos, nunca utilizados en guerras anteriores, desfilan por las páginas de la novela a la par que los múltiples personajes, dándonos una idea de paralelismo entre la técnica y hombres atrofiados, que terminan mecanizándose y convirtiéndose en un arma más.
No en vano, por otra parte, comienza el narrador la novela poniendo en el centro de la escena un artefacto técnico: la centralita telefónica, una herramienta que mediatiza la relación de milicianos y rebeldes, al mismo tiempo que despliega Madrid hacia el resto de la Península. El teléfono, dicen Horkheimer y Adorno, es el último estadio en el desarrollo técnico en el que la tecnología aún no uniformaba ni paralizaba al sujeto. El teléfono, «dejaba aún jugar al participante el papel de sujeto. La radio, democrática, convierte a todos en oyentes para entregarlos autoritariamente a los programas, entre sí iguales, de las diversas emisoras». Este atributo de los avances tecnológicos para conferir paulatinamente cada vez más pasividad a los sujetos, homogeneizándolos, puede palparse también en la dependencia por las armas que experimentan los milicianos republicanos en la novela: es la asimetría en relación al desarrollo técnico que ostenta cada uno de los dos bandos, en otras palabras, es la capacidad de poseer tecnología lo que parece condicionar el devenir del conflicto, una idea que reside en las palabras de García y Vargas, cuando discuten con Monsieur Magnin: «Los zaristas no tenían tanques ni aviones; los revolucionarios usaban barricadas. ¿Cuál era la idea detrás de estas barricadas? Resistir al Calvario Imperial […] Hoy España está repleta de barricadas para resistir a los aviones de combate de Franco».
Por otro lado, el imaginario relativo a la tecnología bélica no participa solamente de la estrategia descriptiva que sigue el narrador para brindarnos una atmósfera vívida de los primeros días de la Guerra Civil; también es utilizada como símil en distintas ocasiones. «La esperanza», según la define el americano Slade, «es la fuerza impulsora de la revolución»; el coraje «algo que debe mantenerse como los rifles»; la pipa de García es apuntada «como un revolver» cada vez que realiza una afirmación. La técnica invade y contamina al lenguaje como una forma, tal y como quiere Beatriz Sarlo, de estructurar la imaginación.